Los jardines del presidente
Muhsin Al-Ramli
La guerra antes de la guerra
Ilya
U. Topper
Empezamos mal. Empezamos con nueve cajas de plátano con una
cabeza en cada una. Es así como empiezan las historias en el Iraq después de la
invasión de 2003. Con cabezas segadas y con recuerdos de cómo era antes, cuando
aún era un país normal. Lo que se llama normal en algunas partes del mundo: su
dictadura, su represión, sus policía secreta, sus detenciones de madrugada, sus
torturas y ejecuciones secretas, su lista de desaparecidos, su presidente
parapetado tras las altas murallas de su jardín. Un país que aún no estaba en
guerra, aunque las dictaduras son también una guerra a su manera: la del
régimen contra el pueblo.
Los jardines del presidente narra
la historia de la guerra antes de la guerra, pero llega hasta la actualidad,
hasta esta nuestra época en la que en Iraq se superponen tantas guerras que lo
de antes, una simple y cruel dictadura, casi adquiere tintes de paz.
Muhsin al Ramli (Shirqat,
norte de Iraq, 1967) se situó con esta obra estuvo en 2013 entre los 15
candidatos al IPAF, el mayor premio internacional para literatura árabe, al
igual que ya hizo en 2010 su novela Dedos de dátiles (publicado
en España en 2008). Autor de varias colecciones de relatos, una obra de teatro
y cuatro poemarios, Ramli se confirma así como una de las voces más importantes
del panorama literario iraquí actual. Y es una buena noticia que los Los jardines… aclamado desde hace años en el mundo anglosajón, aparte
del árabe, llegue por fin a las librerías en España, gracias a Alianza
Editorial. Era hora: España es desde 1995 la segunda tierra del escritor,
doctorado con una tesis sobre la Las huellas de la cultura islámica en el
Quijote, traductor al árabe de numerosísimas obras del Siglo de Oro español y
también activo difusor de la literatura árabe en España.
Los jardines del presidente
Capítulo 1
Hijos de la grieta de la tierra
En
un país sin platanares, los habitantes del pueblo se
despertaron con el hallazgo de nueve cajas para transportar plátanos. En cada
una de ellas estaban depositados la cabeza degollada de uno de sus hijos y el
documento que lo identificaba, ya que algunos rostros habían quedado totalmente
desfigurados por la tortura anterior a su decapitación o por la posterior
mutilación, tanto que los rasgos con que habían sido conocidos a lo largo de su
truncada vida ya no eran suficientes para identificarlos.
La primera persona que se
percató de la presencia de aquellas cajas tiradas por la acera de la calle
principal fue Ismael, el pastor retrasado. Se acercó con curiosidad, sin
apearse de su burra, cuya imagen, de tanto montarla a la amazona, era
inseparable de la suya, como si se tratara de un solo cuerpo. Cuando Ismael vio
las cabezas ensangrentadas en las cajas, se deslizó de la montura y se agachó,
tocándolas con la punta de la vara que llevaba. Llegó a reconocer algunas. Todo
resto del sueño que tenía se le disipó de los ojos, que restregó con fuerza
para asegurarse de que estaba despierto. Miró alrededor con el fin de
cerciorarse de su propia existencia y de que se hallaba en su pueblo y no en
otro lugar.
La madrugada se encontraba
en su último brillo plateado. A ambos lados de la calle, las tiendas estaban
cerradas; el pueblo, dormido y totalmente silencioso excepto por los cantos de
unos gallos y el lejano ladrido de un perro, seguido por la respuesta de otro
perro en un extremo aún más distante. En aquel momento, Ismael se liberó de un
antiguo remordimiento que lo perseguía en pesadillas, desde su adolescencia,
porque le había cortado la lengua a una cabra que lo agobiaba con su balido
mientras tejía un cinturón de lana para Hamida, en medio de la soledad y del
silencio del Valle de las Hienas.
También superó luego la
mudez que le sobrevino al ver las cabezas en las cajas de plátanos y se puso a
gritar con todas sus fuerzas, hasta tal punto que la burra se asustó, el rebaño
de ovejas se paralizó y las palomas y los gorriones echaron a volar de los
árboles y de los tejados. Siguió chillando, sin saber exactamente lo que
profería con sus aullidos, que se parecían a los balidos de aquella cabra cuya
lengua había cortado y asado. No tardó en ver a algunas personas corriendo
desde las casas cercanas, y luego a toda la gente del pueblo, que acudía desde
todas partes, después de que alguien lanzara la voz de alarma por los altavoces
de la mezquita.
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*Publicado en (MSUR), 2/12/2018
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