Soy inmigrante, el río que conecta las dos orillas, soy el presente
Muhsin Al-Ramli
Oh, pájaros, que estáis volando
pasad por mi familia, por mi país.
Oh sol, que estás girando,
mira mi familia, Mira mi país.
Salúdales de mi parte
cuando llegues a sus casas,
salúdales y mira por mí
cuáles son sus noticias.
Oh, tierra de mi gente,
el paraíso de mi gente.
Mi añoranza florece con paz y amor.
Estos son algunos versos de una canción
iraquí, la que más he escuchado en mi vida, miles de veces, casi cada día desde
que me fui de mi país, y siempre al escucharla se me llenan los ojos de
lágrimas.
Después del
ahorcamiento de mi hermano en 1990, el régimen dictatorial nos reprimió a mí, a
mi familia y a todos los nuestros en todo. Así que nada más cumplir con mi servicio
militar obligatorio, que duró tres años, como jefe de tanque y la participación
en una guerra, la de Kuwait en 1990, aproveché la primera oportunidad para
salir, ya que me estaba ahogando de verdad. Me fui a Jordania en 1993 solamente
con la ropa que llevaba puesta y 100 dólares, sin conocer a nadie allí, y
trabajé en todo lo que encontré. Al cabo de dos duros años en Jordania, me
trasladé a España, con tan solo 200 dólares en el bolsillo. Los primeros años
fueron también muy duros. Aparte de la lucha cotidiana, estudiaba, seguía con
la escritura y con la producción cultural fundando una revista y una editorial,
como forma de enfrentarme a la represión dictatorial contra mi pueblo, y contra
el embargo económico internacional sobre Irak que duró 13 negros años. Sigo
viviendo en España y quizás para muchos largos años más, o quizá para el resto
de mi vida, porque las cosas allí no se han mejorado todavía, sino que han
empeorado aún más.
Ser inmigrante iraquí es todavía más duro que ser un simple
inmigrante. Como iraquí jamás recibías una comunicación ni buenas noticias de
los tuyos. Tu familia no podía ayudarte. Yo no obtuve ninguna beca ni ningún
otro tipo de apoyo, y ni siquiera me atrevía a decirle a mi familia que me
ayudase, sabiendo cuál era su situación.
El sentido que más
despierta la nostalgia es el oído. Igual que el ciego desarrolla otros sentidos
para seguir enlazado al mundo que le rodea, el inmigrante, como no puede ver su
primer mundo, agudiza el oído para seguir enlazado a su otra realidad. La
música se convierte entonces en la fuente de todas las nostalgias. De tu madre
puedes tener su imagen a través de una fotografía, pero esa imagen en papel no
es tu madre. Sin embargo, aquella canción que escuchabas en un casete viejo en
tu ciudad es la misma que reproduces en tu casa de Madrid. Los inmigrantes
somos mucho más sensibles a aquello que nos llega por el oído. En Irak no me
gustaba nada la música tradicional. Aquí, me ocurre justo lo contrario. Cada
vez que un amigo se marcha a mi tierra, le pido que me traiga música, cuanto
más tradicional, mejor. Y si son viejas grabaciones de mala calidad y mucho
ruido de fondo, las prefiero.
La nostalgia araña
fuerte al principio y al final del proyecto migratorio. En mis primeros tiempos
por Madrid, no paraba de beber té con mis amigos iraquíes. En nuestras
reuniones, siempre pintábamos muy bello todo lo de Irak. Recordábamos una
cafetería de Bagdad como si fuera lo mejor del mundo. Cuando despertábamos de
esa enfermedad que se llama nostalgia, nos dábamos cuenta de que añorábamos
cosas horribles. Aquella cafetería tenía unos más que incómodos bancos de
madera, pegajosos por todas las bebidas que se habían derramado y nadie se
había ocupado de limpiar, y con clavos medio salidos que siempre acababan rompiéndonos
los pantalones; te servían el té en vasos muy sucios y, la verdad, aquel té
estaba asqueroso. Pero la nostalgia es así: convierte lo malo en bonito. A
veces, aún me sorprendo recordando escenas que viví durante los tres años que
pasé en el Ejército. Y recreo en mi imaginación, por literaria y hermosa, la
figura de dos soldados, bajo un árbol, en medio de un infernal bombardeo,
hablando tranquilos sobre sus novias, como si el entorno no importara. ¿No es
horrible? Por cierto, he desertado del té y me he pasado al café. Después de
esos primeros tiempos, estás tan ocupado construyendo tu vida en un nuevo país,
que no te puedes permitir añorar el pasado. Pero ahí sigue latente y se
demuestra justo en el momento en que decides retornar a tu patria. En ese
tiempo de transición antes del viaje, al final mismo de tu proyecto migratorio,
también te atrapa fuerte la nostalgia. Creo que es un mecanismo para
prepararnos por dentro.
Lo que más duele es mirar atrás y ver cómo se van esfumando
todos los sueños que deseabas llevar a cabo en tu país, cuando eras un niño. Te
recuerdas soñando con hacer cosas grandes en tu barrio, en tu ciudad, para los
tuyos. Nietzsche venía a decir que todo lo que el ser humano hace en su vida es
tratar de convertir en realidad los sueños del niño. Cuando te das cuenta de
que esos sueños se diluyen, algo se rompe por dentro. Lo sueles sentir con
mucha fuerza si regresas al país que dejaste, porque entonces ves una realidad
muy distinta a la que permanece en tu parcela de recuerdos.
La experiencia de emigrar te parte la vida en dos. Hasta tu
muerte. Una vez que has emigrado, ya eres inmigrante para siempre, y transmites
a tus hijos esta condición. Si uno es hijo de inmigrante, nació con el alma
fragmentada. Cuando uno emigra por una vez, ya es un emigrante para siempre y
para toda la vida. Pues siempre serás extranjero en el nuevo país, y si vuelves
a tu tierra también serás extranjero. Desde que salí de allí nunca le dije a mi
familia que me encontraba en una situación difícil, que tenía problemas, que
tenía hambre o que me encontraba enfermo, así que imagínate lo difícil que
puede llegar a ser esto. La otra dificultad en el exilio y la más dolorosa es
la muerte de tus seres queridos y familiares en tu ausencia. Mi madre falleció
y yo me encontraba fuera, es decir en el exilio, y mi hermana mayor también
falleció y mi hermano Husein. Nosotros somos una familia sentimental y unida, y
lo que hace de esto aún más duro es que ellos, en su último suspiro, lo último
que dijeron fue: “Queremos verte”, es decir, “queremos ver a Muhsin. Queremos
verte”. Y como tú no puedes hacer nada al respecto, eso se te queda doliendo
por dentro para siempre.
Pues yo al no haber visto el fallecimiento de mi madre y la
de los demás con mis propios ojos, en ocasiones siento que ellos siguen con
vida, es como si su muerte fuese una extensión de su ausencia, y cuando te
paras a pensar y sabes que ellos se han ido, su muerte se repite siempre en tu
mente una y otra vez.
En general todos somos
inmigrantes mientras estamos vivos y nos movemos. Cada día emigramos de un
lugar a otro, de una situación o de un sentimiento a otro, y así continuamente
hasta nuestra última emigración al otro mundo, la muerte, donde ya estaremos
quietos para siempre.
A veces me siento como
un río que conecta las dos orillas y sigue corriendo entre ellas, entre dos
vidas que las simbolizo en dos mujeres: mi madre iraquí, que es mi país natal,
y mi hija española, que es mi país actual, mi madre es el pasado, mi hija es el
futuro y yo soy el presente entre ellas.
-----------------------------------------------------------------------------
*Muhsin Al-Ramli, escritor, poeta y traductor
iraquí.
**Con El
PAÍS, domingo 12 de Junio 2016, un libro disco 'Refugio del Sonido'.
Un proyecto que reúne fondos para Médicos Sin Fronteras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario